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El centro político y la izquierda gubernamental

Esto no quiere decir que no haya ya personas que aprecien la moderación, la distancia de posiciones polares y la búsqueda de estabilidad y acuerdos, pero esos atributos ya no son suficientes para construir fuerzas políticas estables. Estas tienen inevitablemente que posicionarse frente a las desigualdades, las depredaciones y las discriminaciones, cuyas características contemporáneas no admiten ya demasiados acomodos equidistantes. Lo que parece explicar, al menos en parte, que las fuerzas tradicionales de centro finalmente terminen por decantarse por alguno de los dos grandes actores de las polarizaciones actuales. Y que tengan dificultades para permanecer unidas con posiciones e intereses provenientes de universos demasiado disímiles en su seno

En el caso de Chile, el centro político ha perdido influencia ideológica, política y electoral y se ha fragmentado a un ritmo vertiginoso en el último tiempo. En la reciente elección de la mesa de la Cámara de Diputadas y Diputados, el gran partido contemporáneo de centro, la Democracia Cristiana, que representa hoy menos del 10% del electorado, se dividió entre los que definitivamente se alinean con la derecha –como ya lo hicieron «cruzando el Rubicón» en el plebiscito del 4 de septiembre– y los que prefieren alguna asociación con el actual Gobierno de dos coaliciones de izquierda. Compartir Twittear Compartir Imprimir Enviar por mail Rectificar

Muchas de las sociedades actuales están cada vez más polarizadas. Esto ocurre con intensidades y temas que varían caso a caso, pero hay algunas constantes que están presentes de manera recurrente. Es el caso de las crecientes desigualdades sociales que resultan de la concentración del poder económico en detrimento del trabajo, de los desafíos de la preservación del clima y de los ecosistemas y de los derechos de las mujeres y de las categorías históricamente discriminadas. Estamos lejos del «fin de la historia» con democracias liberales más economías de mercado como garantes de una suerte de armonía universal. La exacerbación de las luchas mundiales de hegemonía está ahí para demostrarlo.

Los conservadores en distintas partes no otorgan mayor importancia al tema de las crecientes desigualdades, pues suelen defender sociedades jerárquicas en las que prime el orden constituido y los intereses de los privilegiados tradicionales y los del capitalismo financiarizado actual (o de los que aspiran a llegar a ser parte de ellos, aunque se trate de un espejismo). Con frecuencia niegan la importancia de la amenaza climática y de la depredación ambiental y desconfían de la ciencia y del conocimiento moderno, mientras se oponen en nombre de las tradiciones a la plena libertad de las mujeres y de la diversidad sexual para decidir sobre sus vidas, así como a respetar y valorar la diversidad cultural y étnica, pues aún se comportan como ocupantes en nombre de algún supremacismo.

En la aproximación a estos temas no hay en la actualidad demasiados términos medios posibles, por lo que el centro político ha ido perdiendo significación. En la segunda parte del siglo XX existía, en el marco de la guerra fría, una base para defender posiciones que no fueran las del liberalismo extremo o la estatización completa de la economía. Una identidad de centro podía construirse a partir de alguna idea de democracia combinada con «economías sociales de mercado» y Estados redistributivos, como en Alemania, Gran Bretaña, Francia o Italia en la posguerra. En cambio, la gran concentración económica en las economías capitalistas desde los años 1980 y la cuasi desaparición de las economías centralizadas desde el fin de la URSS, han dejado de otorgar un espacio político a las ideas de centro entendidas como alguna suerte de equidistancia entre los modelos de capitalismo salvaje y de centralización estatal. El escenario es el de una globalización capitalista que produce ganadores y perdedores entre sociedades y en el interior de cada una de ellas, en relación a cuyos intereses y condiciones concretas de vida y sus posibles evoluciones las fuerzas políticas deben posicionarse. A su vez, la secularización de las sociedades ha dejado de otorgar un soporte religioso institucionalizado al centrismo propio de la guerra fría. Las luchas políticas en Occidente y sus extensiones y periferias se constituyen y reproducen alrededor de los temas y los intereses mencionados.

En el caso de Chile, el centro político ha perdido influencia ideológica, política y electoral y se ha fragmentado a un ritmo vertiginoso en el último tiempo. En la reciente elección de la mesa de la Cámara de Diputadas y Diputados, el gran partido contemporáneo de centro, la Democracia Cristiana, que representa hoy menos del 10% del electorado, se dividió entre los que definitivamente se alinean con la derecha -como ya lo hicieron «cruzando el Rubicón» en el plebiscito del 4 de septiembre- y los que prefieren alguna asociación con el actual gobierno de dos coaliciones de izquierda. Un proyecto híbrido de centro (el Partido de la Gente), asociado al desparpajo de un líder que vive en Estados Unidos para escapar de la ley en materia de pensiones de alimentos, también vivió una división.

Esto no quiere decir que no haya ya personas que aprecien la moderación, la distancia de posiciones polares y la búsqueda de estabilidad y acuerdos, pero esos atributos ya no son suficientes para construir fuerzas políticas estables. Estas tienen inevitablemente que posicionarse frente a las desigualdades, las depredaciones y las discriminaciones, cuyas características contemporáneas no admiten ya demasiados acomodos equidistantes. Lo que parece explicar, al menos en parte, que las fuerzas tradicionales de centro finalmente terminen por decantarse por alguno de los dos grandes actores de las polarizaciones actuales. Y que tengan dificultades para permanecer unidas con posiciones e intereses provenientes de universos demasiado disímiles en su seno.

La derecha y la extrema derecha han seducido a parte del electorado de centro con los temas de la seguridad, el orden y el rechazo a la política y a las elites progresistas, las que serían tolerantes con la delincuencia, la inmigración ilegal y la violencia rural y responsables de la inflación, el desempleo o de cualquier problema social, a punta de mentiras y tergiversaciones, como se observó en el proceso de la Convención.   Ostentan una capacidad de exacerbar pasiones colectivas negativas y de movilizar -con amplio predominio mediático- electorados en función de miedos, los que por lo demás provoca estructuralmente el propio capitalismo desregulado al ampliar la exclusión social y la precariedad económica de la mayoría. El ejemplo de personajes como Trump o Bolsonaro (que volvió a ser apoyado por Kast, dicho sea de paso) alimenta la idea que el radicalismo de derecha puede tener éxito electoral. Pero estos esquemas ya van mostrando menos aptitud para llegar a ser mayoría, como se observó en Estados Unidos hace dos años y en la reciente elección de medio mandato, así como en Chile en la elección presidencial y este año en el nuevo triunfo de Lula en  Brasil. El contraejemplo reciente de Italia está basado en una cierta moderación de la extrema derecha y una descomposición del progresismo político.

La tarea para la izquierda gubernamental en Chile es tener la capacidad de acoger las subjetividades de centro con un estilo y método de diálogo y de construcción de coaliciones que respeten la diversidad y la amplitud. Un verbalismo autocentrado que no acepta la diferencia y que exacerba los temores que produce estructuralmente la sociedad de mercado, junto a las incertidumbres asociadas a toda promesa de cambio que altere lo existente, es lo que pavimenta el camino para las derechas polarizantes. Ese verbalismo llevó, junto a una gestión de gobierno sin capacidad de respuesta suficiente en materias económicas y sociales -lo que decepcionó a muchos de sus partidarios en el mundo popular y produjo un voto de castigo- a la derrota de la propuesta de nueva constitución en septiembre pasado, inevitablemente asociada al gobierno.

Un estilo respetuoso de las distintas ideas y creencias ajenas y que convoque con un sentido de amplitud sin despegarse de la subjetividad de las mayorías, parece ser la clave política del futuro para las fuerzas de gobierno. Pero esto no debe incluir morigerar las posturas de fondo sobre los temas y las políticas necesarias de ser llevadas a la práctica en materia de derechos sociales, ambiente y derechos de las mujeres y de las categorías sociales discriminadas, y los respectivos cambios institucionales necesarios. Morigerar las posturas propias en nombre de una aproximación al centro y al realismo lleva a la postre a desnaturalizar la propia identidad y a aceptar los temas y el marco conceptual y político de los partidarios de la preservación del orden existente. El resultado termina siendo confundir y desmovilizar a la propia base de apoyo que se ha convocado a otra cosa. Parte de ella termina prefiriendo sumarse a los que defienden esos temas con más autenticidad o se repliegan en la abstención y la desesperanza. Ejemplos al canto: la firmeza de la lucha contra la delincuencia no debe dejar de lado la firmeza de la lucha contra sus causas, como la ausencia de oportunidades de empleo digno para grandes franjas de jóvenes y la cultura del éxito material individualista con mínimo esfuerzo que el sistema educativo no revierte. La firmeza de la lucha contra la insurgencia de grupos étnicos ultranacionalistas a la deriva no debe dejar de plantear una propuesta de reparación histórica del expolio de los pueblos originarios y de reconocimiento de sus derechos colectivos, sin lo cual no habrá «comisiones de paz» que logren algún resultado. La preservación de la estabilidad económica, a su vez, no debe confundirse con concesiones periódicas al gran empresariado en materia tributaria, de regalías de acceso a los recursos naturales y de legislación laboral, de salud, previsional y de vivienda y ambiente. Y así sucesivamente.

Convocar al cambio seguro, sin verbalismos ni retóricas autocentradas pero desde identidades y posiciones consistentes y cuyo mérito sea defendido, con batallas que se ganan y otras que se pierden pero que no dejan de darse sembrando para el futuro, aunque sea en un contexto institucional adverso, parece ser el enfoque adecuado para impedir los avances de la extrema derecha. Y para seguir convocando a una transformación de la sociedad chilena que permita el desplazamiento del predominio de los intereses oligárquicos y de sus soportes institucionales, que es la gran tarea histórica abierta con la rebelión social de 2019.

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